Decimosegundo Día: Martes, 4 de diciembre de 1945
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EL PRESIDENTE: Tiene la palabra el Fiscal Jefe de la Acusación de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.SIR HARTLEY SHAWCROSS: Con la venia.
En una ocasión a la
que se ha hecho, y se hará, referencia, Hitler, el Líder de
los conspiradores nazis que ahora están siendo juzgados antes ustedes,
dijo sobre sus planes de guerra:
"Presentaré una causa propagandista para comenzar la guerra, no importa si será verdadera o no. Al vencedor no se le preguntará más tarde si dijimos la verdad o no. Al comenzar y hacer la guerra, no importa lo correcto, sino la victoria- el más fuerte está en lo cierto".El Imperio Británico, junto a sus Aliados, ha vencido dos veces en el espacio de 25 años en guerras en las que se ha visto forzado a participar, pero precisamente porque somos conscientes de que la victoria no es suficiente; de que el poder no es necesariamente lo correcto; de que la paz duradera y el gobierno de la Ley Internacional no se ven asegurados tan sólo por un brazo fuerte, la nación británica está participando en este juicio. Algunos puede que digan que se debería haber tratado sumariamente, sin juicio, a estos hombres desgraciados, por medio de una "acción ejecutiva"; que con su poder maligno destruido, deberían ser dejados en el olvido sin esta elaborada y cuidadosa investigación sobre el papel que jugaron en empujar al mundo a la guerra. Vae Victis. Hagamos que paguen el castigo de la derrota. Pero este no es el punto de vista del Gobierno británico. Así, no se elevaría y reforzaría el Imperio de la Ley en el plano tanto internacional como nacional; así, las generaciones futuras no se darían cuenta de que lo correcto no está siempre del lado de los grandes batallones; así, el mundo no sería consciente de que provocar una guerra de agresión no sólo es una aventura peligrosa, sino que además es un crimen. La memoria humana es breve. Los defensores de las naciones vencidas a veces pueden jugar con la simpatía y la magnanimidad de sus vencedores, de tal forma que los hechos verdaderos, nunca registrados con autoridad, quedan olvidados y sin esclarecer. Basta con recordar las circunstancias que se dieron tras la última Guerra Mundial para ver los peligros a los que, en ausencia de un pronunciamiento judicial con autoridad, se expone un pueblo tolerante y crédulo. Con el paso del tiempo, los tolerantes tienden a minimizar, quizás por su mismo horror, las historias de agresión y atrocidad que se pueden conocer; y los otros, los crédulos, confundidos por propagandistas quizás fanáticos y quizás deshonestos, llegan a creer que no fueron ellos sino sus oponentes los culpables de aquello que ellos mismos condenarían. Y así, creemos que este Tribunal, actuando, como sabemos que actuará aunque ha sido creado por las potencias vencedoras, con objetividad total y judicial, creará una referencia y un registro imparcial y con autoridad en el que los futuros historiadores
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podrán buscar la verdad, y los políticos futuros, advertencias. Con este registro, las generaciones futuras conocerán no sólo lo que sufrió nuestra generación, sino también que nuestro sufrimiento fue el resultado de crímenes, crímenes contra las leyes que los pueblos del mundo respetaron y que en el futuro segurán respetando; respetándolas por medio de la cooperación internacional, basada no meramente en alianzas militares, sino basada, y firmemente basada, en el Imperio de la Ley.
Tampoco, aunque este proceso
y esta Acusación de individuos puedan ser una novedad, hay nada nuevo
en los principios que pensamos aplicar a esta acusación. Por inefectivas,
desgraciadamente, que demostraron ser las sanciones por sí mismas,
las Naciones del mundo habían, como pretendo demostrar ante el Tribunal,
tratado de convertir la guerra de agresión en un crimen internacional,
y aunque la tradición anterior había pretendido castigar a
los Estados y no a los individuos, es lógico y correcto que si el
acto de provocación de la guerra es en sí mismo un delito según
la Ley Internacional, esos individuos que compartieron una responsabilidad
personal en la provocación de esa guerra deberían responder
personalmente por el camino por el que llevaron a sus Estados. Los crímenes
de guerra individuales han sido desde hace tiempo reconocidos por la Ley
Internacional como juzgables por los Tribunales de los Estados cuyos ciudadanos
han sido agredidos, al menos mientras persiste el estado de guerra. Sería
ilógico que aquellos que, aunque puede que con sus propias manos no
cometieran crímenes individuales, fueron responsables de sistemáticos
delitos según las leyes de la guerra que afectaron a los ciudadanos
de muchos Estados, pudieran escapar por esa razón. Lo mismo ocurre
con respecto a los crímenes contra la Humanidad. El derecho de intervención
humanitaria en nombre de los derechos del hombre, aplastados por un Estado
de una forma que horrorice al sentido de humanidad, ha sido considerado desde
tiempo atrás algo que forma parte de las Leyes de las Naciones. Aquí
también el Estatuto tan sólo desarrolla un principio existente
antes de la guerra. Si el asesinato, el saqueo y el robo son castigables
según las leyes nacionales ordinarias de nuestros países, ¿deberían
escapar de la acusación aquellos que se diferencian del delincuente
común tan sólo por la extensión y naturaleza sistemática
de sus crímenes?
Como expondré, el punto
de vista del Gobierno británico es que en estas cuestiones este Tribunal
aplicará a los individuos no la ley del vencedor, sino los principios
internacionalmente aceptados, de una forma en la que, si algo puede hacerlo,
promoverán y fortificarán el imperio de la Ley Internacional
y salvaguardarán la paz futura y la seguridad de este mundo arrasado
por la guerra.
Según el acuerdo entre
los Fiscales Jefe, es mi misión, en nombre del Gobierno británico
y de los otros Estados asociados en esta acusación, presentar el Segundo
Cargo de la Acusación y demostrar que estos acusados, en conspiración
unos con otros y con personas que ahora no están ante este Tribunal,
planearon y provocaron una guerra de agresión violando las obligaciones
que les imponían tratados que, bajo la Ley Internacional, Alemania
y otros Estados habían aceptado para hacer esas guerras imposibles.
Esta tarea se divide en dos
partes. La primera es demostrar la naturaleza y la base del Crimen contra
la Paz que constituye, según el Estatuto de este Tribunal, provocar
guerras de agresión y en violación de Tratados; y la segunda,
demostrar más allá de toda duda que dichas guerras fueron provocadas
por estos acusados.
En cuanto a la primera, sin
duda bastará con decir esto: no le incumbe a la acusación demostrar
que las guerras de agresión y las guerras en violación de Tratados
Internacionales son, o deberían ser, Crímenes Internacionales.
El Estatuto de este Tribunal ha prescrito que son crímenes y ese Estatuto
es el Estatuto y la ley de este Tribunal. Pero aunque es la
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ley clara y de obligado cumplimiento que gobierna la jurisdicción de este Tribunal, consideramos que no estaríamos cumpliendo totalmente nuestra tarea en interés de la justicia internacional y la moralidad si no exponemos al Tribunal, y de paso al mundo, la postura de este apartado del Estatuto en el contexto de la perspectiva total de la Ley Internacional. Y es que, al igual que en nuestro país, donde algunos Estatutos ingleses antiguos eran simples expresiones de las leyes fruto de la costumbre, este Estatuto fundamentalmente declara y crea una jurisdicción sobre lo que ya pertenecía a la Ley de las Naciones.
Y no es tampoco de escasa importancia
destacar ese aspecto del asunto, ya que podría haber algunos, ahora
o en el futuro, que pudieran permitir ver su opinión alterada por
eslóganes plausibles o por un mal informado y distorsionado sentido
de la justicia hacia estos acusados. No es difícil verse confundido
por críticas como el que el recurrir a la guerra no ha sido un crimen
en el pasado; que el poder recurrir a la guerra es una de las prerrogativas
de un Estado soberano; incluso que este Estatuto, al convertir las guerras
de agresión en un crimen, ha imitado una de las más detestables
doctrinas de la jurisprudencia nacionalsocialista, la legislación retroactiva;
se dice que el Estatuto recuerda en estos aspectos a una ley que actúa
contra alguien sin juicio simplemente porque es considerado digno de castigo,
y que este proceso no es más que una forma de venganza, sutilmente
oculta tras el velo de un proceso judicial, que el vencedor ejerce contra
el vencido. Estas cosas pueden sonar plausibles, pero no son ciertas. No
es, de hecho, necesario dudar de que algunos aspectos del Estatuto tienen
la marca de una novedad importante y saludable. Pero alegamos, y es nuestra
convicción, y lo afirmamos ante este Tribunal y ante el mundo, que
básicamente la sección del Estatuto que considera que las guerras
como las que estos acusados contribuyeron a provocar y planear son crímenes
no es en ninguna forma una innovación. Esta sección del Estatuto
no hace más que establecer una jurisdicción competente para
el castigo de lo que no sólo la conciencia ilustrada de la Humanidad,
sino también la Ley de las Naciones, considera un Crimen Internacional,
antes de que este Tribunal fuera creado y de que este Estatuto se convirtiera
en parte de la ley pública del mundo.
Así que primero digamos
esto. Aunque puede ser cierto que no hay ningún conjunto de normas
internacionales con categoría de ley en el sentido dado por Austin,
es decir, una regla impuesta por un soberano sobre un súbdito obligado
a obedecerla so pena de alguna sanción definida, desde hace cincuenta
años o más los pueblos del mundo, yendo quizás tras
ese ideal del que habla el poeta:
"Cuando los Tambores de Guerra ya no resuenenhan tratado de crear un sistema de reglas basado en el objetivo de las naciones a hacer estables las relaciones internacionales para evitar totalmente que tengan lugar guerras y para mitigar los resultados de las guerras si acaban teniendo lugar. El primero de esos tratados fue por supuesto la Convención de La Haya de 1899 para la Resolución Pacífica de Disputas Internacionales. Esa Convención no tenía, en realidad, más que un pequeño efecto preventivo, y no le damos ningún peso en este caso, pero estableció un acuerdo según el cual, en caso de que surgieran disputas serias entre las potencias firmantes, debían en la medida de lo posible recurrir a la mediación. Esa Convención tuvo una continuación en 1907 con otra Convención que reafirmaba y reforzaba ligeramente lo que antes ya se había acordado. Estas primeras convenciones tuvieron, es cierto, poco éxito en convertir la guerra en ilegal o en
Y se arríen las Banderas de Batalla,
en el Parlamento del Hombre,
La Federación del Mundo"
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crear alguna obligación vinculante a recurrir al arbitraje. Ciertamente no le pediré al Tribunal que diga que todos los crímenes fueron cometidos sin respetar esas Convenciones. Pero al menos establecieron que las potencias firmantes aceptaban el principio general de que, si era posible, sólo se debía recurrir a la guerra si la mediación fallaba.
Aunque estas Convenciones
se mencionan en esta Acusación, no me baso en ellas, salvo para exponer
el desarrollo histórico de la ley, y no es necesario, por tanto, argumentar
su efecto, ya que el lugar que ocuparon un día ha sido ahora tomado
por instrumentos mucho más efectivos. Las menciono ahora simplemente
por esto, porque fueron los primeros pasos hacia ese bloque de leyes que
estamos tratando de aplicar aquí.
Hubo, por supuesto, otros
acuerdos individuales entre Estados particulares, acuerdos que trataron de
preservar la neutralidad de países concretos, como por ejemplo, Bélgica,
pero esos acuerdos no fueron adecuados, en ausencia de una voluntad real
de respetarlos, para evitar la Primera Guerra Mundial en 1914.
Impactadas por la catástrofe,
las Naciones de Europa, incluyendo a Alemania, y de otras partes del mundo,
llegaron a la conclusión de que, en interés de todos, se debía
crear una organización permanente de Naciones para mantener la paz.
Y así el Tratado de Versalles fue precedido del Pacto de la Liga de
Naciones.
No diré nada en este
momento de los méritos generales de los diversos artículos
del Tratado de Versalles. Han sido criticados, algunos quizás justamente
criticados, y fueron ciertamente el objeto de mucha propaganda belicosa en
Alemania. Pero no es necesario investigar los méritos del asunto,
ya que, por injustos que se pudieran suponer que fueran los artículos
del Tratado de Versalles, no contenían ningún tipo de excusa
para provocar una guerra para asegurar una alteración de sus términos.
El Tratado no fue sólo una resolución, por acuerdo, de todas
las difíciles cuestiones territoriales que había producido
la guerra, sino que además creó la Liga de Naciones, que, si
hubiera sido apoyada con lealtad, podría haber resuelto bien esas
diferencias internacionales que de otra forma podían llevar, y ciertamente
acabaron llevando, a la guerra. Creó, en el Consejo de la Liga, en
la Asamblea y en el Tribunal Permanente de Justicia Internacional, una maquinaria
no sólo para la resolución pacífica de disputas internacionales,
sino también para airear con franqueza todas las cuestiones internacionales
por medio de la discusión abierta y libre. En aquel momento, en aquellos
años tras la última guerra, el mundo vivía muy esperanzado.
Millones de hombres en todos los países -quizás incluso en
la propia Alemania- habían perdido sus vidas en la que esperaban y
creían que era una guerra para acabar con la guerra. La misma Alemania
entró en la Liga de Naciones, y se le dio un puesto permanente en
el Consejo, y en ese Consejo, así como en la Asamblea de la Liga,
los Gobiernos alemanes que precedieron al del acusado von Papen de 1932,
participaron plenamente. En los años de 1919 a 1932, a pesar de algunos
incidentes relativamente menores en el caldeado ambiente creado tras el fin
de la guerra, continuó la actuación pacífica de la Liga.
Y no fue sólo la actuación de la Liga lo que creó la
base, y una buena base, para la esperanza en que finalmente el imperio de
la ley sustituiría a la anarquía en el campo internacional.
Los estadistas del mundo se reunieron con la intención de convertir las guerras de agresión en un Crimen Internacional. No son términos nuevos inventados por los vencedores
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para incluirlos en este Estatuto. Han figurado, y figurado de forma destacada, en numerosos tratados, en declaraciones gubernamentales, y en las declaraciones de estadistas en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. En tratados firmados entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y otros Estados, como Persia en 1927, Francia en 1935, o China en 1937, las partes del acuerdo se comprometieron a no ejecutar ningún acto de agresión de ninguna clase contra la otra parte del acuerdo. En 1933, la Unión Soviética firmó un gran número de tratados en los que se incluía una definición detallada de agresión, y la misma definición apareció ese mismo año en el Informe autorizado del Comité de Cuestiones sobre Seguridad, creado para la Conferencia para la Reducción y Limitación de Armamento. Pero los Estados fueron más allá en su compromiso a no provocar guerras de agresión y ayudar a los Estados que fueran víctimas de agresión. Condenaban la agresión en términos inconfundibles. Así, en el Tratado Anti-Guerra de No Agresión y Conciliación, que firmaron el 10 de octubre de 1933, algunos Estados americanos, y al que se unieron posteriormente casi todos los Estados del continente americano y algunos países europeos, las Partes Firmantes declaraban solemnemente que condenaban "las guerras de agresión en sus relaciones mutuas o en las de otros Estados". Y ese tratado se añadió completo a la Convención de Buenos Aires de diciembre de 1936, firmada y ratificada por un gran número de países americanos, incluyendo por supuesto a Estados Unidos. Y anteriormente, en 1928, la Sexta Conferencia Panamericana había adoptado una resolución en la que se declaraba que dado que "la guerra de agresión constituye un crimen contra la especie humana, toda agresión es ilícita y como tal se declara prohibida". Un año antes, en septiembre de 1927, la Asamblea de la Liga de Naciones adoptó una resolución que afirmaba la convicción de que "una guerra de agresión nunca puede servir como medio para resolver disputas internacionales, y es, por tanto, un Crimen Internacional", y continuaba diciendo que "se prohiben, y siempre se prohibirán, todas las guerras de agresión". El primer artículo del Acuerdo Marco de Asistencia Mutua de 1923 se expresaba en los siguientes términos: "las Partes Firmantes, afirmando que la guerra de agresión es un Crimen Internacional, aceptan el solemne compromiso de no convertirse en culpables de este crimen contra ninguna otra nación". En el Preámbulo del Protocolo de Ginebra de 1924 se decía que "la guerra ofensiva constituye una infracción de la solidaridad y un Crimen Internacional". Estos instrumentos que acabo de mencionar quedaron, es cierto, sin ratificar por diversas razones, pero no dejan de tener importancia y valor.
Estas repetidas declaraciones,
estas repetidas condenas de las guerras de agresión, dejaron claro
el hecho de que con la creación de la Liga de Naciones, con la legislación
desarrollada posteriormente, el lugar de la guerra en la Ley Internacional
había sufrido un profundo cambio. La guerra estaba dejando de ser
una prerrogativa sin restricciones de los Estados soberanos. El Convenio
de la Liga de Naciones no abolía totalmente el derecho a la guerra.
Dejaba, quizás, ciertas lagunas que posiblemente eran mayores en la
teoría que en la práctica. Pero en realidad rodeó el
derecho a la guerra de comprobaciones y esperas procedurales y sustanciales
que, si se hubiera observado fielmente el Convenio, habrían producido
una eliminación de la guerra, no sólo entre Miembros de la
Liga, sino también, debido a ciertas secciones del Convenio, en las
relaciones con los no Miembros. Y así, el Convenio de la Liga de Naciones
restauró la situación inicial, en el amanecer de la Ley Internacional,
en el tiempo en el que
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Grotius estableció la base de la Ley de Naciones moderna, y creó la distinción, una distinción acompañada de profundas consecuencias legales en la esfera, por ejemplo, de la neutralidad, entre una guerra justa y una guerra injusta.
Estos avances legales tampoco
terminaron con la adopción del Convenio de la Liga. El derecho a la
guerra fue limitado aún más por una serie de tratados, un total
-es una cifra sorprendente, pero correcta- de un millar, de arbitraje y conciliación
que afectaban a prácticamente todas las naciones del mundo. La llamada
Cláusula Opcional del Artículo 36 del Estatuto del Tribunal
Permanente de Justicia Internacional, la cláusula que concedía
al Tribunal una jurisdicción obligatoria en las categorías
de disputas más completas, y que constituía a todos los efectos
sin duda el más importante tratado obligatorio de arbitraje del periodo
de posguerra, fue ampliamente firmado y ratificado. La propia Alemania lo
firmó en 1927, y su firma fue renovada, y renovada por cinco años,
por el Gobierno nazi en julio de 1933. (Un detalle importante, esa ratificación
no fue de nuevo renovada por Alemania al expirar su validez de cinco años
en marzo de 1938). Desde 1928 un número considerable de Estados firmaron
y ratificaron la Ley General para la Resolución Pacífica de
Disputas Internacionales, diseñada para cubrir las lagunas dejadas
por la Cláusula Opcional y por los tratados de arbitraje y conciliación
existentes.
Y toda esta vasta red de instrumentos
para la resolución pacífica exponían claramente la creciente
convicción de que la guerra estaba dejando de ser el medio normal
o legítimo de resolver disputas internacionales. La condena expresa
de las guerras de agresión que ya he mencionado indica lo mismo. Pero
hubo, por supuesto, más pruebas directas apuntando en la misma dirección.
El Tratado de Lucerna del 16 de octubre de 1925, del que hablaré ahora,
y del que Alemania era una parte firmante, fue más que un tratado
de arbitraje y conciliación en el que las partes adoptaron compromisos
definitivos con respecto a la resolución pacífica de disputas
que pudieran surgir entre ellas. Fue, sujeto a la excepción claramente
especificada de la autodefensa en ciertas situaciones, un compromiso más
general en el que las partes aceptaron que "en ningún caso atacarían
o invadirían a otros o recurrirían a la guerra contra otros".
Y eso constituía una renuncia general a la guerra, y fue considerada
así a ojos de juristas internacionales y de la opinión pública
mundial. El Tratado de Lucerna no fue simplemente otro más de los
tratados de arbitraje que se firmaron en aquel tiempo. Fue considerado una
especie de señal en el camino de los acuerdos europeos y en el nuevo
orden legal en Europa como sustitución parcial, justa y generosa de
los rigores del Tratado de Versalles. Y con ese tratado, el término
"ilegalidad de la guerra" abandonó el campo de la mera propaganda
pacifista. Se convirtió en habitual en los escritos sobre Ley Internacional
y en los pronunciamientos oficiales de gobiernos. Ya nadie podía decir,
tras el Tratado de Lucerna, ya nadie podía considerar suya la afirmación
de que en todos los casos, como entre las partes de ese tratado, la guerra
seguía siendo un derecho no restringido de los Estados soberanos.
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